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jueves, 14 de marzo de 2013

Un pájaro con vuelos, un corazón hueco y sangre derramada. CAPÍTULO 3.

Una mañana de esos mismos días de diciembre. Casa de Verónica.

No ha vuelto a tener noticias de Alberto en los últimos días. Y quiere. Quiere saber qué ha pasado con él, con lo de aquel estado. Decide entrar en Tuenti, es temprano, pero da igual. Hoy no ha ido al instituto y tiene tiempo. Para su sorpresa, está conectado al Chat.
                    
─ Hola Alberto. ¿Cómo estás?
─ Hola Vero. Bien, ¿y tú?
─ Cansada, jaja ─intenta parecer alegre, pero no lo consigue ni por Internet. Su instinto no le predice nada bueno.
─ Y yo... Vero, te tengo que decir una cosa.
─ Dime ─suelta seca y expectante. El corazón se le acelera. Alberto no es de los de "tenemos que hablar".

Los "escribiendo" son largos, lentos, o por lo menos a ella se lo parecen. Quiere saber enseguida qué le quiere contar. Pero no, por otra parte no quiere. ¿Y si es malo? Seguro que lo es. No quiere saberlo... ¡Que pare! Se va a desconectar del Chat para evitar lo que se viene encima.

─ Tengo novia.

Y así, como un susurro en medio de alta mar, las palabras llegan a los ojos de Verónica, que contempla la frase una y otra vez, incrédula. 

Decide hacerse la dura, contestar rápido, como si no le afectara ni lo más mínimo lo que el muchacho le acaba de anunciar.

─ ¿Quién es la pobre afortunada? ─dice irónicamente.

Alberto no responde, se limita a poner tres puntos suspensivos que empiezan a cabrear más y más a la chica.
─ Mónica, ¿verdad? Ya te han comido el seso...
─ Nadie me ha comido nada, es mi decisión. 
─ Está bien. Adiós.

Pero no se conforma con eso. Ha jugado con ella y después la ha rechazado por una chica a la que a penas conoce. Está muy enfadada, con él, con ella, consigo misma...
¿Cómo ha podido ser tan tonta?
Entre tanto, un muchacho que bien aparentaría unos veinte años que ni conoce en persona, le habla como de costumbre con un saludo que ella encuentra adulador y hasta empalagoso, siempre igual. "Hola, perla." le dice acompañado de un icono muy feliz. Pasa de él nuevamente como cada día.

Se desconecta del Chat, ya que no quiere arriesgarse a que Alberto entre en detalles o que alguien, en su ignorancia, tome la fatal iniciativa de hablarle, y ella se vea obligada a soltarle algo borde. Pero no cierra sesión. Le envía a Alberto un par de mensajes privados malsonantes, llenos de insultos y críticas que ella encuentra muy constructivas. Sí, le ayudarán a ver que es un verdadero cabrón.
Pero al contrario de lo que ella pensaba, él le responde. Y le responde de la misma forma. Mensajes llenos de injurias que denotan un absoluto desprecio hacia todo su ser. No lo entiende, él no es así. En la conversación se le veía avergonzado, no colérico y despreciante como ahora. Da igual, entre sollozos y llantos descontrolados también cae en el juego de la ira y continúa con la conversación por mensajes privados.
Después de mantener una discusión extraña que por fin se da por acabada cuando se bloquean mutuamente, recibe otro mensaje de la hermana de él, Diana, que en otros tiempos habían sido amigas. Defiende que deje en paz a su hermano y a su cuñada. 
Este mensaje hurga más en la herida de Verónica. No lo soporta, los borra a los tres de las redes sociales. Sin darse cuenta, estas acaloradas discusiones ya habían ocupado la mayor parte de la tarde de ese día de diciembre.

Y al fin, cae la noche. Hora de pasear a su perro, Dastan. Se le hace raro que Alberto no esté ahí. Pero ya está, se ha acabado. No más noches a su lado cogidos del brazo alimentando ilusiones, ni esas otras tantas pensando en él. 
Se mete en casa, hace fresco, pero sin llegar a ser tan desagradable como el frío invernal de otras veces. Sube a la terraza a dejar al perro. Juguetea un momento con él y una pelota de tenis. Es allí donde se despeja en abundantes ocasiones del mundo que la rodea, oprime y entristece. 
Se está bastante bien. Ha parado de llorar desde las ocho de la tarde que se ha cansado y ha pasado a ser únicamente enfado acompañado por pasotismo. Mira por una de las ventanas al norte. Sopla el viento, no es nada cálido, se tapa con el abrigo fuertemente y mira al horizonte.

─ Pues vaya mierda de día... ─susurra para sí en la oscuridad.

No quiere saber nada más de él. Ni de ella. Ni de sus supuestos amigos. De nadie. 

Entonces, continuando asomada a la ventana, perdida en la melancolía, jura que jamás volverá a tener nada que ver con ese universitario cabrón de veintidós años.
Al mismo tiempo y casi acompañando el compás de su voz, suena el sonido de un nuevo mensaje de Chat. ¿Se ha dejado el Tuenti conectado en el móvil? Sí, tiene un mensaje, ¿de quién será? Cree oportuno desconectarse, sea quien sea, pero por alguna extraña razón no lo hace.
Y otra vez. Es Miguel. El muchacho que acostumbra a hablarle casi cada día casi a la misma hora y que, simplemente, resulta irritante.

─ Hola, perla. 

Qué coincidencia. Pensándolo bien nunca se ha parado a ver sus fotos detenidamente. ¿Es un muchacho de unos veinte años de pelo castaño y ojos azules, no? 

Se entretiene en el quicio de la ventana con el móvil mirando las fotos de aquel chico que ni conoce en persona. 

Es guapo, no está mal. Parece un poco bajito ahora que lo mira estando más interesada. Y no aparenta tanto, con esa estatura, tiene más bien cara de niño. 

─ Hola, guapo. ─ Responde acompañando también la frase con una carita amarilla feliz.

Y, junto a la ventana en un día de diciembre, hablaba con Miguel y, gustándole, gritó de tal manera que le debió oír hasta la población de las Islas Canarias:

─ ¡Al universo pongo por testigo que Miguel Carrasco será mi próximo amor!

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